miércoles, 23 de noviembre de 2016

La muerte de la vida

Es curioso cómo el ser humano trata la muerte.

El paso del tiempo ha convertido la muerte de las personas en un tema tabú, una cuestión lejana y que no conviene abarcar, normalmente fruto del miedo que provoca el fin de la única vida conocida. Las religiones nacen con el fin de calmar el agobio que implica pensar que no hay nada más allá de este mundo, que nuestro cuerpo, nuestras ideas, y nuestro nombre se pierde el día que decimos adiós, para toda la eternidad; es una sensación de vacío que los humanos no somos capaces de albergar.

La muerte como fin se ha convertido en algo banal, un estado que no requiere comprensión o discernimiento, si podemos traficar con todo aquello que la rodea, que es lo que hoy importa. Dar vueltas por el cómo, el cuándo, el dónde, el por qué, estudiar todo el envoltorio y sacar el máximo jugo del plástico, aunque nunca procuremos probar el caramelo. No nos centrarnos en lo que significa desaparecer, no comprendemos que es lo único que nos equipara a todos; que tengamos la peor de las vidas imaginadas, o la mayor fortuna del planeta, la muerte nos deja en el mismo pedestal.

Por eso todos los fallecimientos son semejantes, todos comparten un mismo sentido, y todos ellos deben ser tratados con la compostura de un igual a igual, porque ese momento, por una causa u otra nos llega a todos. 
Ese instante, ese preciso segundo es el que marca el punto y final a una vida que, cuestionable o no, es una vida, y tener en estima la vida de todas las personas, es tener en estima el valor de tu propia vida.

El camino, el trazado que realizamos, los pasos que hemos andado, y el legado que dejamos, eso es otro cantar, y algo que juzgar con objetividad. 

La muerte ni borra nuestro pasado, ni debe escribir más futuro. Sólo es pérdida.


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